Las benditas y peligrosas redes sociales

Hay pocas veces cómo está, en las que de verdad, uno no quisiera tener que escribir, que no existiera una necesidad de reparación y autocrítica, que uno no tuviera ganas de apagar el teclado y lanzar la pluma lejos; no tener que darse cuenta que estamos muy lejos de lo que creíamos ser y caer en cuenta que el más elemental de los procesos sociales, el de la civilización, no ha sido terminado.

 Me obligo a revisar las noticias y los videos sobre los dos inocentes asesinados y quemados por una turba que a través de redes sociales difundió una noticia falsa acerca de dos raptores de niños en su comunidad.

 Esto hace apenas unos días y no puedo renunciar a escribir sobre el tema porque los inocentes merecen la reparación por la memoria y el desagravio por la justicia; los culpables merecen ser juzgados y todos debemos revisar donde ha fallado el proceso de civilización que nos aleja de las tribus primitivas, de las prácticas bárbaras y de la satisfacción perversa que causa el derramamiento de sangre. Siempre he creído que un pueblo culto no puede estar del todo perdido, y el nuestro lo es; que la violencia del crimen y la venalidad de los poderosos podría ser procesado por la inteligencia de los ciudadanos y que, como nación civilizada, aspiraríamos a la dulzura de la paz y nos reconfortaríamos con el goce de nuestro arte, nuestros colores y nuestros sabores. Pero esos dos cadáveres a medio calcinar, esos dos inocentes capturados, juzgados, encontrados culpables y sentenciados a una pena infamante por un rumor en la red social, me dicen que me estoy engañando y que nuestra desigualdad es tan profunda que no solo se refiere a la riqueza o el poder, sino a lo más elemental del sentido humano: los beneficios de la civilización.

Desde luego que me horrorizan las imágenes y la descripción de las horas del calvario de estos dos hombres; pero me resulta aún peor que igual que en las versiones arcaicas de las tragedias, no son solo las víctimas y los ejecutores quienes hacen la escena, sino también una autoridad ausente, aterrajada y superada por las circunstancias y una turba que se gloria de su poder, que encuentra solaz en la muerte de dos hombres y que la presencia como un espectáculo sin que pareciera afectarles; se hacen videos, toman fotos y no parecen caer en la consciencia de la gravedad de lo que está sucediendo. Me horroriza saber que no se trata de un caso aislado, ni siquiera de algo raro, sino que en lo que va del año ya se han registrado al menos sesenta casos de linchamientos como este que llegó a tan desgraciados términos. A eso me refiero, a que se trata de una práctica que va más allá del hartazgo por la impunidad, de una práctica que nos corroe el alma porque en quinientos años no hemos logrado que todos los mexicanos comprendamos el valor de la vida humana, de la ley y de la paz como elementos de civilización.

 Eso ocurre en el mismo México en que Cuarón ha fascinado al Festival de Venecia, en que las Patronas han construido un culto a la solidaridad y la humanidad, ambas son manifestaciones de un muy alto grado de civilización; pero ya se ve, tenemos un país fragmentado por dolores y necesidades diversas, que clama una acción cultural que nos libere de nuestras prácticas más atávicas, un ataque al fondo de nuestra conciencia colectiva por la educación, el arte, la cultura y la mejor distribución de los ingresos. Corremos el riesgo de quedarnos, una vez más en la superficie y lamentarnos por la ineficiencia de la policía local, llenarnos la boca volviendo al hastío que sufrimos por el inequitativo acceso a la justicia y el reinado de la impunidad. Hay que ir más lejos.

 Lo que presenciamos fue la manifestación de un pueblo celebrando su poder sobre el enemigo y el cautivo, gozándose en el ejercicio impune de la violencia; de un sacrificio comunitario en el que no hubo crimen ni castigo, donde existió histeria colectiva, culto a la violencia y abdicación del poder público legítimamente constituido; lo que hubo fue un extraño caso de barbarie primitiva alentando por los modernos medios de comunicación. Lo que presenciamos fue la muestra, renovada, de que no todos los mexicanos hemos sido ubicados en escenarios de igualdad y que hace falta volver a lo que podríamos llamar la acción evangelizadora del credo civil y laico del valor de la vida, de la igualdad y del derecho de todos a la felicidad y a la oportunidad de crecer.

 Así como nos enfrentamos con nuestros argumentos más afilados para destrozar un proyecto aeroportuario, una reforma energética o educativa, deberíamos empeñarnos en la verdadera lucha de fondo qué ocasiones cómo está nos sale a la vista y nos llena de vergüenza, una lucha que bien puede definirse en los términos que lo hizo Alfonso Reyes ya casi hace cien años: Pan, Jabón y Alfabeto. Algo que nosotros, mujeres y hombres que aspiramos al primer mundo globalizado ya deberíamos haber resuelto.

 

César Benedicto Callejas

Escritor. Investigador SNI

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